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Docentes que “suman millas” haciendo dedo para cumplir con lo que aman

Aunque cada vez son más los que se organizan para compartir gastos y viajar en auto, muchas maestras y profesores siguen exponiéndose en la ruta por falta de transporte o movilidad propia. Sus historias de vocación, pasión, miedos y recompensas

Docentes que “suman millas” haciendo dedo para cumplir con lo que aman

Mónica Castillo con los dos estudiantes de su escuela

Alejandra Castillo

Alejandra Castillo
acastillo@eldia.com

6 de Abril de 2025 | 03:33
Edición impresa

Para la Ley de Educación Nacional N° 26206/06, “la Educación Rural es la modalidad del sistema Educativo” en los niveles inicial, primario y secundario, “destinada a garantizar el cumplimiento de la escolaridad obligatoria a través de formas adecuadas a las necesidades y particularidades de la población que habita en zonas rurales”.

En la práctica, eso implica que haya docentes trasladándose hasta sitios a los que no llegan los transportes públicos o a zonas carentes de todo, inclusive de caminos en condiciones de ser transitados en días de lluvia. Hacen dedo o se organizan para viajar en autos compartiendo los gastos, con adicionales que en muchos casos no llegan a cubrir esos montos, ni consideran el tiempo que deben pasar en la ruta. La balanza se equilibra, dicen, con la solidaridad y el cariño de comunidades que aprecian el valor de la enseñanza, además del compañerismo que nace entre quienes comparten esa experiencia de vida.

Estas son algunas de sus historias.

“VIAJÉ EN UN COCHE FÚNEBRE”

Vanesa Touzón trabaja en la Escuela Primaria 2 de Oliden, la misma en la que arrancó su carrera hace 21 años, a la que eligió volver en 2022 -ya como directora- y donde planea jubilarse en poco tiempo más. Para llegar hasta allí recorre 63 kilómetros de lunes a viernes. “Yo lo elegí”, aclara; “vivo en el casco urbano de Brandsen y podría estar en cualquier escuela, pero me gusta ésa, me gusta la comunidad y mis primeros alumnos me están llevando a sus hijos”.

“Cuando empecé, en 2004, iba y venía a dedo. Capaz que nos subíamos a 5 autos para llegar a la escuela”, recuerda. Ahora se organizaron para viajar en sus propios coches: Vanesa va en el suyo, con otras tres docentes, compartiendo gastos. El viaje les demanda poco más de una hora, siempre que no haya un accidente, desvío, niebla o el humo de las quemas que en invierno hacen en las quintas. Se levanta a las 5 de la mañana para estar en la escuela a las 7.30. Si todo sale bien, a las 17.15 regresa a su casa.

A su esposo y a sus dos hijos les preocupa que pase tanto tiempo en la ruta, pero “yo estoy tan acostumbrada que mi auto conoce de memoria hasta los pozos del camino, los tiempos de los semáforos, las calles cortadas”, enumera. Con los ojos de la memoria en aquel otro tiempo, cuenta que “cuando hacía dedo he viajado en discos de arado”; caminaba los 13 kilómetros que separan a la ruta de la escuela, solía esperar al quinielero que entraba al pueblo todos los días o rogar que pasara un patrullero. Más allá de la incertidumbre, sabía que “alguien siempre te levantaba. El guardapolvo es una entidad”.

En cierta ocasión viajó en un coche fúnebre y, junto a compañeras, pasó momentos complicados (ver aparte). Pero nunca dejó de elegir a esa comunidad integrada en buena parte por quinteros de nacionalidad boliviana del cordón frutihortícola, que “respetan nuestro trabajo. Muchos de los papás son analfabetos y valoran que sus hijos les enseñen las letras y a leer algunas palabras”.

El año pasado tuvieron que cambiar los calefactores e invertir en la instalación de gas, para lo cual pidieron una colaboración de 5.000 pesos por familia. Un padre les entregó 50 mil. Cuando Vanesa le dijo que se había equivocado, él respondió que no: “Acá mi hijo aprendió a leer y escribir”. No era un error. Era poner en valor lo que no tiene precio. Es por eso que Vanesa también elige a esa escuela, para que “los nenes tengan la oportunidad de crecer, estudiar y salir de la quinta. Y si quieren ser quinteros, que no los pasen por arriba”.

“ME INTOXIQUÉ CON GAS”

Isabel González, que también reside en Brandsen, ya está jubilada e hizo casi toda su carrera en escuelas rurales. Arrancó en 1977, con 22 años, en una Ranchos, donde vivía de lunes a viernes en la casita asignada para la maestra. Sola, sin luz, sin gas, y con el agua que sacaba de un molino. “Eran tantas las ganas de trabajar, que si me mandaban a La Quiaca, aceptaba”, reconoce.

Los domingos a la noche iba a la casa de una amiga, en Ranchos, desde donde, a las 3.45 de la mañana, el camión de la leche la llevaba hasta la escuela. A las 8.30 abría las puertas y el viernes a la noche volvía a Brandsen en remís o su novio la iba a buscar en el auto. Así vivió durante casi siete meses, hasta que una vez tuvo que cambiar la garrafa de la cocina, se intoxicó con gas y su madre no la dejó volver.

También trabajó en Oliden, Gómez de la Vega, El Chajá y Paraje La Pepita. “Lo más lindo de la escuela rural es la tranquilidad de estar en contacto con la naturaleza, la gente, los chicos, y el trato amigable con las personas del campo. Aún hoy me vienen a saludar quienes fueron mis alumnos. El maestro rural tiene que tener una vocación grande y pasión por lo que hace. Cuando me empezó a pesar, lo dejé”, relata. Fue en 2008. Para entonces ya no hacía dedo, sino que se había organizado con otras compañeras para viajar en auto, rotando vehículos y compartiendo gastos, pero en su último destino debía recorrer casi 9 kilómetros de un camino de tierra que se volvía intransitable en días de lluvia. “Tenía que caminar con las botas y estaba muy cansada”, reconoce.

En los años que hizo dedo, “salía a las 6.45 de la mañana para llegar a las 9”. En general, cuenta, los médicos que viajaban al Hospital San Martín de La Plata las llevaban hasta la ruta y desde allí, un “camionero que nos conocía nos esperaba en el cruce para acercarnos hasta el kilómetro 74”. Además, muchas personas “paraban por el guardapolvo blanco”, entre ellos los empleados de la fábrica Citroën, en Jeppener, que probaban los autos en la ruta.

“Nunca tuve problemas, pero era otra época. Ahora no sé si lo haría”, admite.

“SUBÍ Y HACÉ MATE”

Mónica Castillo trabaja en el área de educación desde 1997, primero como auxiliar, y, desde 2011, como docente, siempre en el distrito de Magdalena. “Iba a la escuela agraria de Bavio haciendo dedo. Salía mucho antes de mi casa para llegar a horario y así nacieron mis ganas de estudiar la carrera”, detalla.

Ejerció en la escuela 26 de Vergara, a 65 kilómetros de Magdalena, lo que le demandaba “por lo menos una hora de viaje si estaba bien el camino”. Ahora trabaja en la escuela primaria 23, de paraje San Martín, donde es directora y maestra de dos estudiantes. “Es bastante complicado de acceder”, señala. De 18 a 21 es maestra de adultos.

“Hoy tengo movilidad propia, pero durante muchos años hice dedo. Mi hija, recién recibida de Profesora de Lengua y Literatura, está con sus primeras suplencias y también hace dedo. Para un cargo de cuatro horas, muchas veces significan cinco o seis fuera de tu casa, por eso siempre estuve muy agradecida de las personas que se detenían para alcanzarme unos kilómetros”, dice.

En este punto recuerda a esos choferes de la ex línea 520 que ya la conocían y sabían que si ella no les hacía señas era porque no tenía dinero para el pasaje. “Paraban igual. Decían ‘dale, subí y hacé mate’”, recuerda.

Ruralidad
El adicional por ruralidad ronda el 30% del sueldo básico. Sin embargo, las docentes consultadas aseguran que apenas sirve para costear los gastos. La mayoría elige esos destinos por las características del territorio y la comunidad.

 

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Vanesa Touzón, directora de la EP 2 de Oliden -con orientación en Comunicación-, su equipo docente y los egresados 2024. Concurren 164 alumnos

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